lunes, 15 de diciembre de 2008

Estalislao Gimenez Corte.

Niño en la distancia , por Estanislao Gimenez Corte, de Santa Fe. Argentina.

I
A deshoras, en la noche, en la casa, en el espejo, siento, a períodos irregulares, muy de cerca, bruscamente, su presencia. Como una respiración que me interroga, que me exhorta (no sé bien a qué), que me vigila (ésa es la palabra) trato de asimilar, ya sin preguntas ni sobresaltos, que ese otro me frecuente caprichosamente.
He dudado de mis sentidos, de mi memoria, de mi equilibrio. Hoy, desechada cualquier vana teoría, tengo -únicamente para mí- la certeza y la alegría de su diáfana y fugaz compañía.
En un rapto, en un movimiento, entre sombras, al parpadear, al despertar, al girar la cabeza, cualquier día, en cualquiera de esos miles de mecánicos movimientos que realizamos a diario, puedo percibirlo. La velocidad, el azaroso mecanismo de su aparición o huida, su retorno, abortan una eventual respuesta de mi parte. Basta con que el contacto se produzca. No es más que un destello; su intención es, creo, mostrarse, apenas. Como un ánima.
Toma formas diversas, morfologías inverosímiles, raras maneras de hacerse presente: puede ser una mirada distintiva que me observa entre la gente; un movimiento rápido en el patio a oscuras, como un gato que huye, o el viento que sacude una planta; un leve aliento que se suma a mi respiración en la noche; una palabra de particular resonancia pronunciada entre el ruido de la urbe. Allí, con esas señales, él puede anunciarse.

II
Quisiera que él, tan pequeño, alguna vez abandonara sus súbitas apariciones, sus hábitos de fantasmagoría, acaso su timidez, para que nos veamos largamente. Quisiera que, ahora que somos tan diferentes, él aprobara mi aspecto, en lo que me he convertido, en lo que ahora, para su felicidad, desesperación o incomprensión, soy. Quiero creer que me estima, pero me observa como a un código de difícil resolución. Quisiera que él, que se adjudica desde una foto borrosa mi pasado, me hablara, una vez al menos. Quisiera que me dijera que no lo he traicionado.
Sé ahora, no obstante, que podemos prescindir de las palabras. Sé lo que quiere de mí: que me preocupe menos, que trabaje menos, que disfrute más; quiere que lo busque. Ignoro cómo hacerlo, sólo puedo esperarlo. Muchas veces, abandonado a alguna lúdica tarea, sé que él disfruta que yo disfrute. Quiero para mí, al menos por un día, ver el mundo como él lo ve. No para volver, no para hundirme en una nostalgia estúpida, no para aferrarme al elogio inmovilizante del pasado, no para la cansada mistificación de lo tenido y perdido. Quisiera, sencillamente, ver con sus ojos.
Cuando lo sé cerca, desencadena en mí un torbellino contradictorio de sensaciones. Lo envidio: envidio su inconsciencia, su despreocupación, su felicidad, su ansia de vida, su bárbara honestidad que puede desarmar mi construcción de vida; lo extraño, lo quiero. No busco en él respuestas; no quiero hacer análisis retrospectivos, ni forjar memorias o análisis. Pretendo que todo sea más sencillo, como él lo quiere. Acepto, aun sin comprenderla, esa dinámica. Acepto que no haya explicaciones.
A ese, al que me persigue a hurtadillas, al que me exige, al que me arroja a jugar, al que juega conmigo y desafía mi pobre lógica de adulto, al que me obliga a no olvidarlo, a ese quiero escribirle hoy. Gracias, niño que llevo dentro, por no irte de mí.

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